Enero es un mes tradicionalmente festivalero. A las exhibiciones de destrezas campestres se le suman los cantores populares y crean un clima festivo. Entre guitarreadas, bailes y mocedades encendidas, el cansancio del trabajo cotidiano deja de pesar para dar lugar a vivencias más gratificantes. Desde la época colonial y hasta el pasado siglo, las pulperías cumplieron con el rol de brindar a nuestros paisanos, un lugar de esparcimiento apropiado.
No les faltaban limetas, naipes ni dados. Solía bastar un barril de vino, tabaco y yerba, para cubrir los “vicios”. Por requerir de una mínima inversión y ser una lucrativa actividad, fueron tantos los activos empresarios que hacía 1789, los pulperos se constituyeron en corporación para defenderse de “la ilimitada libertad de armar pulpería”. Pedían además, que “no se admitiese la mezcla de castas y negros”. Diez años después se censaban 121 pulperías establecidas en la Campaña, sin que los datos registren a las pulperías volantes.
Por nuestros caminos circularon carretas cargadas con caña, ginebra y comestibles, además de las infaltables velas. Fueron tan populares que el 18/02/1831, Rosas emitió un decreto que refrendó Tomás Anchorena, disponiendo que : “No pudiendo el gobierno ser insensible a los grandes males que producen en la campaña (...) quedan prohibidas las pulperías volantes”.
Para avisar a los paisanos que habría baile o el deseado puchero, el pulpero solía enarbolar un trapo a modo de bandera. Mientras churrasquear era lo cotidiano, saborear un plato de sopa era toda una exquisitez. Los guisos de carne, zapallo, papas o choclos eran tan deseados como los de poroto o lentejas.
Sobre el camino a Las Flores existieron la pulpería que se encontraba en la posta de la estancia de Los Talas, y la de Chappe. Esta última figura en los planos de San Vicente de 1881, en el límite de las actuales Máximo Paz y Vicente Casares. Nos llama la atención que el camino a Las Flores todavía era conocido como Camino a Buenos Aires al norte.
Con el tiempo, las pulperías mudaron a Almacén y Bar. Para la década de 1890 podemos mencionar a Eugenio Berasain y a V. Gaddini, con negocios frente a las estaciones de Tristán Suárez y Ezeiza respectivamente. Los establecimientos se multiplicaron rápidamente a la vera de estratégicos caminos. Tal es el caso de la Cueva de la Chancha, de la familia Harguindeguy, en Ezeiza.
Hacia 1934, Don Manuel Castelo abrió un bar sobre la hoy renominada Mariano Castex, en su intersección con Lacarra. Paredes de ladrillo desnudos de revoque daban cobijo a parroquianos carreros así como a los vecinos. Quizás para evitarse sanciones mayores, o no, el Negro Fortunato fue “regalado” por la policía al mencionado bar. Por cantor y guitarrero, encontró un lugar donde quedarse en la historia. De vez en cuando, y con cuandos muy seguidos, los bares eran testigos de desavenencias y de sus arreglos. Por caso tenemos a lo ocurrido en el bar que se encontraba frente a la Feria de Francisco Nibeloni (Racedo y Ruta Nac. Nº 205). El hermano de un tal Gonzalito era un arriador de buen comer pero de mala entraña cuando estaba tomado. Supo tener diferencias con un ucraniano grandote que saldo el pleito a su favor, cuando le abrió la “panza” de un tajo. En esa oportunidad, el Dr. Manuel Ravagliatti lo pudo salvar pero una peritonitis, años después, le ajustó cuentas definitivamente.
En los bares, se discutían cuestiones sociales y desde allí se hicieron aportes a la Comunidad. Es el caso del mítico bar de Berutti. Allí se fundó el Sportivo Suarence, devenido en Club Sportivo Tristán Suárez, a partir del 08/08/1929.
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No tenemos nada en contra de los tranquilos shoppings pero creemos que les va a ser muy difícil a sus historiadores, retratar postales con tanta pertenencia lugareña.
QUe linda nota, felicitaciones. Julio Garcia
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