Fue
Azucena quien se animó y dijo: Tenemos que ir a la Plaza, tenemos que hacer ver
y oír lo que nos pasa (estaban esperando inútilmente que las atendieran en la
Curia). “Cuando vea que somos muchas, Videla tendrá que recibirnos”; y así, las
14 mujeres caminaron y se quedaron de pie enfrente de la Casa Rosada.
Fue el
30 de abril de 1977 cuando Azucena Villaflor de Vicenti, Berta Braverman,
Haydée García Buelas, María Adela Gard, Julia Gard, María Mercedes Gard y
Cándida Felicia Gard (4 hermanas), Delicia González, Pepa García de Noia,
Mirta Baravalle, Kety Neuhaus, Raquel Arcushin, Antonia Cisneros, Elida E. de
Caimi, Ada Cota Feingenmüller de Senar, y una joven que no dio su nombre, dieron
inicio a la más grande y prolongada lucha que las mujeres han llevado adelante
en nuestras tierras.
Primero
ellas permanecieron de pie y sin caminar, pero el estado de sitio imponía que
nadie podía detenerse ni agruparse, por lo que la policía comenzó a hostigarlas
con un “¡Circulen, circulen!”. Para un nuevo encuentro se fijó como punto el
monumento a Manuel Belgrano; por si las revisaban ocultaban mensajes en ovillos
de lana; tejían en la plaza mientras iban pasándose información, pensando qué
hacer, cómo buscarlos. Cuando les ordenaban que circulen, empezaban a caminar
de a dos, tomadas del brazo, en círculos y a paso lento alrededor de la
Pirámide. Así se iniciaron las vueltas alrededor de la plaza, cuando aún no
usaban pañuelos blancos y sólo caminaban de a dos, hablando con miedo con la
compañera de al lado para saber quién era su hijo o hija desaparecido. Todavía
no llevaban fotos o carteles con los nombres de sus desaparecidos, todavía se
reconocían entre ellas por llevar un clavo en sus abrigos. Recién con la participación
en la procesión a Luján en octubre de 1977, tomaron la decisión de
identificarse cubriéndose la cabeza con un pañal; comenzaba el más fuerte de
los símbolos, el de los pañuelos, los que nunca callaron, los que, hasta la
aparición de esta pandemia, no habían parado nunca.
En
diciembre de 1977 Alfredo Astiz, un oficial de marina que se hizo pasar por
hermano de un desaparecido, organizó el secuestro y desaparición de madres, dos
monjas francesas, familiares y amigos. El 8 de diciembre secuestraron a Esther
Careaga y a Mary Ponce de Bianco en la Iglesia de Santa Cruz, junto a ocho
personas más, incluida la monja francesa Alice Domon. Esther ya había
encontrado a su hija adolescente, pero ella decidió seguir junto a sus
compañeras hasta que encontraran a cada uno de sus hijos e hijas. Dos días
después, desapareció Azucena Villaflor, quien sostuvo la idea de que debían
organizarse para nunca más estar solas en su lucha, y quien dijo: “Todos los
desaparecidos son nuestros hijos”.
Cuando
la Policía las veían en la Plaza, les largaban los perros, por lo que
aprendieron a llevar un diario enrollado para defenderse. Cuando en la Plaza le
pedían documentos a una, todas se acercaban a la policía a entregar también los
suyos. Cuando detenían a una de las Madres, todas se presentaban en la
comisaría y pedían ir presas ellas también. Cuando estaban en la comisaría, las
Madres rezaban en voz alta y entre rezo y rezo, haciendo cruces, miraban a los
uniformados y les decían “asesinos”.
Durante
las últimas cuatro décadas dieron inclaudicable lucha por la aparición de sus
hijos e hijas, muchas de ellas también son abuelas que quieren encontrarse con
sus nietos y nietas, los que les fueron arrebatados por la dictadura
cívico-militar eclesiástica.
La
presente pandemia nos encuentra cuidando y cuidándonos, ese es el motivo por el
cual las Madres no marcharan caminando hoy por la histórica Plaza; pero no
marchar no significa olvidar, no significa que no sigan luchando. Aún nos
enseñan cual es el camino a seguir cuando la sociedad es avasallada.
Nota dedicada a la memoria de Sara Peretti, Madre fundadora
y vecina de Tristán Suárez, y en honor a Aida Bogo de Sarti, vecina de Monte
Grande
Juan Carlos Ramirez Leiva