lunes, 27 de abril de 2020

30 de abril de 1977


Fue Azucena quien se animó y dijo: Tenemos que ir a la Plaza, tenemos que hacer ver y oír lo que nos pasa (estaban esperando inútilmente que las atendieran en la Curia). “Cuando vea que somos muchas, Videla tendrá que recibirnos”; y así, las 14 mujeres caminaron y se quedaron de pie enfrente de la Casa Rosada. 
Fue el 30 de abril de 1977 cuando Azucena Villaflor de Vicenti, Berta Braverman, Haydée García Buelas, María Adela Gard, Julia Gard, María Mercedes Gard y Cándida Felicia Gard (4 hermanas), Delicia González, Pepa García de Noia, ​Mirta Baravalle, Kety Neuhaus, Raquel Arcushin, Antonia Cisneros, Elida E. de Caimi, Ada Cota Feingenmüller de Senar, y una joven que no dio su nombre, dieron inicio a la más grande y prolongada lucha que las mujeres han llevado adelante en nuestras tierras.
Primero ellas permanecieron de pie y sin caminar, pero el estado de sitio imponía que nadie podía detenerse ni agruparse, por lo que la policía comenzó a hostigarlas con un “¡Circulen, circulen!”. Para un nuevo encuentro se fijó como punto el monumento a Manuel Belgrano; por si las revisaban ocultaban mensajes en ovillos de lana; tejían en la plaza mientras iban pasándose información, pensando qué hacer, cómo buscarlos. Cuando les ordenaban que circulen, empezaban a caminar de a dos, tomadas del brazo, en círculos y a paso lento alrededor de la Pirámide. Así se iniciaron las vueltas alrededor de la plaza, cuando aún no usaban pañuelos blancos y sólo caminaban de a dos, hablando con miedo con la compañera de al lado para saber quién era su hijo o hija desaparecido. Todavía no llevaban fotos o carteles con los nombres de sus desaparecidos, todavía se reconocían entre ellas por llevar un clavo en sus abrigos. Recién con la participación en la procesión a Luján en octubre de 1977, tomaron la decisión de identificarse cubriéndose la cabeza con un pañal; comenzaba el más fuerte de los símbolos, el de los pañuelos, los que nunca callaron, los que, hasta la aparición de esta pandemia, no habían parado nunca.
En diciembre de 1977 Alfredo Astiz, un oficial de marina que se hizo pasar por hermano de un desaparecido, organizó el secuestro y desaparición de madres, dos monjas francesas, familiares y amigos. El 8 de diciembre secuestraron a Esther Careaga y a Mary Ponce de Bianco en la Iglesia de Santa Cruz, junto a ocho personas más, incluida la monja francesa Alice Domon. Esther ya había encontrado a su hija adolescente, pero ella decidió seguir junto a sus compañeras hasta que encontraran a cada uno de sus hijos e hijas. Dos días después, desapareció Azucena Villaflor, quien sostuvo la idea de que debían organizarse para nunca más estar solas en su lucha, y quien dijo: “Todos los desaparecidos son nuestros hijos”.
Cuando la Policía las veían en la Plaza, les largaban los perros, por lo que aprendieron a llevar un diario enrollado para defenderse. Cuando en la Plaza le pedían documentos a una, todas se acercaban a la policía a entregar también los suyos. Cuando detenían a una de las Madres, todas se presentaban en la comisaría y pedían ir presas ellas también. Cuando estaban en la comisaría, las Madres rezaban en voz alta y entre rezo y rezo, haciendo cruces, miraban a los uniformados y les decían “asesinos”.
Durante las últimas cuatro décadas dieron inclaudicable lucha por la aparición de sus hijos e hijas, muchas de ellas también son abuelas que quieren encontrarse con sus nietos y nietas, los que les fueron arrebatados por la dictadura cívico-militar eclesiástica.
La presente pandemia nos encuentra cuidando y cuidándonos, ese es el motivo por el cual las Madres no marcharan caminando hoy por la histórica Plaza; pero no marchar no significa olvidar, no significa que no sigan luchando. Aún nos enseñan cual es el camino a seguir cuando la sociedad es avasallada.

Nota dedicada a la memoria de Sara Peretti, Madre fundadora y vecina de Tristán Suárez, y en honor a Aida Bogo de Sarti, vecina de Monte Grande

Juan Carlos Ramirez Leiva

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