jueves, 21 de junio de 2018

las fogatas de San Juan y San Pedro


Las fogatas en honor a los santos, es una vieja tradición que se repetía todos los junios en cada barrio de todos los pueblos y ciudades. Los solsticios (litha significa “quieto”) se repiten dos veces cada año y son los momentos en los que el Sol alcanza su menor o mayor altura aparente en el cielo. En los solsticios de invierno, los pueblos europeos preparaban grandes fuegos nocturnos para darle más fuerza al Sol y que calentara más. Inspirado en aquellos, el cristianismo incorporó a sus rituales algo de esas ceremonias y así surgieron las fogatas de San Juan (24 de junio) y la de San Pedro y San Pablo (29 de junio). Las fogatas llegaron a nosotros de la mano de la conquista española.
La Fiesta de San Juan, también llamada víspera de San Juan o noche de San Juan, es una festividad que se celebra el 23 de junio. En el rito de la fogata se incluye un “muñeco” (una figura humana), como símbolo del sufrimiento de mártires inocentes. En la ciudad de Buenos Aires fue importante hasta fines de la década de 1960, reavivándose los festejos cuando se recuperó la democracia en 1983. En el Chaco, todavía se camina sobre las brasas resultantes.
En el barrio El Vecinal, de la ciudad de J. M. Ezeiza, nos preparábamos para las fogatas juntando maderas, ramas de eucaliptus y hojarasca que sacábamos de la quinta de Don César. Cuanto más se acumulaba, mejor. La intención era que nuestra fogarata, fuera la más grande; incluso, íbamos a las gomerías para ver si nos daban una para quemar. En la punta del palo más alto, poníamos un muñeco hecho con ropas viejas y papeles, una especie de espantapájaros.
La fiesta empezaba, apenas anochecía, con el rezongo cariñoso del viejerío de la esquina elegida. En El Vecinal, lo hacíamos en la calle Florida casi esquina Mitre (hoy llamada Ituzaingo), frente a la caballeriza de Luquet. Rociábamos todo con kerosene y encendíamos el esperado fuego. Verla arder era algo fantástico y cuando el muñeco, envuelto en llamas, caía para consumirse definitivamente, todos gritábamos con alegría. En algunos lados, se aprovechaban las brasas para cocinar algunas papas; en todos, grandes y chicos saltábamos sobre la fogata. Se trataba de una gran fiesta popular.

Juan Carlos Ramirez Leiva

martes, 19 de junio de 2018

Ezeiza, 20 de junio de 1973


Mi infancia pasó en los sesenta con Piluso, gomeras, aviones, parroquia, club Ezeiza; épocas en que la cana te cortaba el pelo si lo tenias largo (el coffeaur de seccional te resolvía el problema); todo en el Gran Buenos Aires, todo en Ezeiza. Dentro de ese marco de vida había una palabra que no se pronunciaba en público, no aparecía en los diarios (los sensores lo llamaban el tirano prófugo). Para nosotros, por entonces, sonaba raro “Perón”; algunas paredes decían “Perón vuelve” y en otras solo la V y la P superpuestas. Recuerdo cuando se mató Julio Sosa, mucha gente se junto en el entierro y cantaban la marcha peronista, y mi madre decía “estos tarados no tienen otro lugar en donde gritar Perón, Perón...”. Pero no, no tenían, estaban prohibidos. Pero en la intimidad, todos reconocían que si se daba el regreso desde España, el país se salvaba; al menos en eso coincidían casi todos los sueños (salvando el de los gorilas, claro). Ya a principios de los setenta la tele (Aldo Camarotta), tomaba con sorna al general súper atlético con las “Noticias de Puerta de Hierro” sosteniendo que lo había visto el cucuruchero de la zona correr 20 Km. y preparar su regreso. En medio de todo esto transcurrían los Monto, ERP, FAR y otras que también decían Perón y Evita. No se referían por cierto al peronismo de mi papá, para quien estaba todo bien en lo que tocaba a Perón y a los sindicalistas. Tampoco coincidía mi padre con mi tío, el Gordo, el que era popular y comunista. Recuerdo el día del regreso del General, un hermoso día de otoño con sol. Con mi bicicleta fui como “todo el mundo a Ezeiza a esperar a Perón”. Durante la mañana de ese día le di pedal hasta el cruce del camino Jorge Newbery, por la calle entonces lateral al lugar donde los japoneses sembraban verduras y hoy está sembrados de presos. Desde el acceso a la Escuela Penitenciaria miré hacia la parrilla “Córdoba”, donde se avizoraba una columna compacta guiada por jóvenes con brazaletes rojos y negros. Recuerdo muchos carteles que decían “Montoneros La Plata”. Nunca vi tanta gente junta, ni tantos micros estacionados al costado de la Ruta 205. Volví rápido a casa pero mi papá y mi hermano ya se habían ido a esperar al General. También ya se había marchado mi tío Gordo, quien tras venir en bicicleta desde Lonchamps y llevarse una bolsa con mandarinas de nuestro árbol que le acercó mi madre, fue hacía el histórico encuentro.
“Que cagada, por unos hijos de putas que están matando gente no vamos a ver al General."
Entre los que se volvían estaba el tío Gordo, quien asustado me dijo: “Estaba esperando debajo de unos árboles y les convide mandarinas a unos muchachos de poncho, al rato me dijeron ‘tirate al piso’ y comenzaron a disparar”. Las mandarinas salvaron a mi tío; mi papá y mi hermano regresaron más tarde; muchos no volvieron a sus hogares.
Comentarios: En el Centro Atómico Ezeiza, allá por el ’75, contaban de cadáveres colgados de los árboles; que a “Miguelito”, un obrero del Centro Atómico Constituyentes, lo pisaron como cien personas en la corrida y lo dejaron tirado por que todos lo creían muerto, y quedó discapacitado motrízmente de por vida.

Miguel Ángel Ramírez