Recuerdo que viviamos en el Vecinal y en el año 1956 no vinimos al barrio Guillermina. Yo tenía ¡4 años, me acuerdo patente de ese día! La mudanza fue en un carro. Llegamos a una casita de ladrillo asentada en barro, que mi papá, Oscar M. Soto (79 años) construyó. Muy pocas casas alrededor, al frente vivía Don Fiorentín: casona grande con aljibe y una glorieta con glicinas lilas en donde él, sentado debajo, tejia canastas con mimbres que juntaba en la plantación detrás de su casa. A dos cuadras el tambo de Don Echechouri, donde íbamos con mis hermanas a tomar leche al pie de la vaca; tenia almacén, nos fiaba y cuando papá le pagaba, nos daba la “yapa”: una bolsa llena de caramelos y galletitas surtidas.¡Que hermosa época ! Desde casa se veía el aeropuerto, porque todo era campo. También recuerdo que con mama íbamos al monte de Espinetto, en donde se hacía carrera de sortija, doma y peña folklórica.
Cuando comencé el colegio fui a la N°3 (hoy la N°1) debíamos cruzar el monte de la viuda.¡Qué miedo! Era muy tupida la plantación, hoy solo se conserva la palmera. Cuando tenía 10 años fui a la escuelita que se fundó en el barrio, pero no alcanzaban los salones, entonces los vecinos como Lincuis, Centy y otros, prestaban un lugar para que dieran clases; salíamos en fila desde la escuela N°25 por la vereda a cada casa. ¡Cuántos recuerdos! Mi maestra de 6° grado fue Silvia Tisone, hace poco leí algo escrito por ella. Poco a poco el barrio se fue poblando, cuando tenía 15 años recién tuvimos luz eléctrica. Para tomar el cole “Flecha de Oro” caminábamos hasta la 205 chapoteando barro cuando llovía porque no había veredas.
Mi padre fue trayendo de a poco su familia de Corrientes; mis abuelos y mis tíos ¡Que también viven en este barrio! Papá colaboro con la construcción de la capilla Nuestra Sra. de Lujan, en la que yo fui catequista. El barrio siguió creciendo, cada vez más; se formo el Club Ocampo, con el correr del tiempo paso a ser el club Guillermina.
En el año 1969 me case en la capilla, todo el barrio asistió porque fue el primer casamiento en ella, ya hace 41 años. Con mi esposo Aníbal tuvimos 6 hijos, de ellos 19 nietos ¡¡¡Mis amores!!!. Todos ellos viven en este barrio, en Ezeiza. En la escuela de la que egrese y asistieron mis hijos, también mis nietos, soy con mucho orgullo, auxiliar desde el año 1983. Tres generaciones pasaron por mi escuela (como yo le digo) la N°9 (ex N°25).
Hoy tengo la mayor satisfacción de informar que en este Barrio Guillermina, viven más de 250 integrantes de la familia de mi padre, descendientes de los Sotos. Tíos, hermanos, hijos, sobrinos, primos, hijos de primos, en la cual hay personajes dedicados al deporte. Mi papa fue director técnico del equipo “La Familia” que se mantuvo por años, siendo dirigidos por otros como mi tío “Bebecho” (Victoriano Núñez)hoy integrante del Club Guillermina; un reconocido jugador de Tristán Suarez como mi primo “El Bocha Núñez”, mi esposo Aníbal, mi hermano Oscar Soto, integrante, hoy del Club Nuevo Horizonte con su hijo Gabi, todos los integrantes de La Familia, como dice el nombre del equipo, eran familiares y nosotros de hinchada en todas partes donde se hacían campeonatos ¡Qué maravilla tantas cosas hermosas que vivimos juntos!
Hoy ya nada de eso, todo cambio… ya no queda espacio para potrero porque se pobló todo, llego el asfalto, las escuelas, los jardines de infantes, las salitas de 1° auxilio, capillas, casas y casas. Es por eso que estoy ¡tan feliz! de ser una integrante de esta familia del barrio Guillermina hace 56 años.
Por: ALICIA SOTO
Haciendo nuestro aquello de que: "La Historia es ancha y ajena", aportamos buscando mejores comprensiones de nuestro presente.
viernes, 25 de marzo de 2011
sábado, 12 de marzo de 2011
El monte de Spinetto
Diagramado con algunos toques de espontaneidad a los que nos tiene acostumbrados la naturaleza; se yerguen especies autóctonas, como el árbol denominado tala, pero también algunas exóticas para la región pampeana húmeda, como las araucarias. La suave colina se irguió aún más con las excavaciones motivadas por las curvas y volteretas necesarias para diseñar las colectoras de la autopista Ezeiza-Cañuelas. El verdor del vivero La Delicia fue cultivado y allí sabemos los nombres de los artífices de ese vergel: los hermanos Juan y Pedro De Maio, autores de las plantas de huertos y jardines de la región hace unas décadas atrás.
Buscando esquivar el tono elegíaco invitamos a recorrer estos montecitos y colinas de aquí nomás, aún erguidos con gallardía para alegría de pájaros y miradores de ojo largo en el tiempo. Porque se venden. Mangrullos naturales desde donde se puede otear el hoy acotado horizonte. Antes algún querandí habrá avistado una presa para alimentar a su familia; los animalitos de las pampas las habrán trepado para salvarse de la inundación que invadió su madriguera; algún chacarero habrá adivinado el humito del tren a leña que iba y venía, monótono, puntual en sus horarios de relojito de cadena.
Las colinas se miraban como los ombúes en la pampa rasa y rala. Ahora infinidad de edificaciones se interponen. Las dos propiedades son diferentes en su silueta ya desdibujada de los objetivos que las arraigaban a la tierra y ambas son identificadas con un nombre, tienen un monte y se encuentran en las alturas.
El monte de Spinetto
Empezamos la evocación en orden cronológico, desde el mirador que apunta hacia las bajas tierras del lado de Esteban Echeverría. Porque lo de Spinetto tiene vocación de vigía, como el solitario ombú del campito de Sotelo, el que nos gusta imaginar como uno de los pocos que atestigua sobre su vida activa como establecimiento agrícola o ganadero.
La ubicación la explica el profesor Juan Carlos Ramírez: El campo se encuentra actualmente atravesado por la autopista Ezeiza a Cañuelas y tiene por límites al NO los campos del aeropuerto; al NE los puestos del peaje; y por el S, barrios de Ezeiza. El monte de Spinetto, ángulo SO de la propiedad, forma parte de la toponimia local.
Parece que era una familia que no vivía de manera permanente allí, pero su propiedad, de dimensión más importante que las que las circundaban, era fuente de empleo y su monte colaboró en convertirla en una referencia obligada. El monte de Spinetto es como un domicilio y un número. En su abarcar perimetral creemos que trasciende en tiempo y espacio al ferrocarril, porque cruza los rieles hasta donde hoy esta el hipermercado y alivia la cañada que ampulosamente se señalizó con el nombre de Ingeniero Rossi cerca de la ruta 205 y Pinkufi hacia el barrio del polvorín estallado, Villa Guillermina. Hoy algo se conserva de aquello: parte de la arboleda y alguna construcción. En la casa supimos apreciar hace unos cuantos años los planos de la autopista que hoy transitamos porque allí se encontraba la oficina del obrador, filmamos la agonía de la angosta calle Newbery con Verónica Gussoni, amiga y compañera de facultad. Qué días. Había espectáculos de destreza criolla y tenía un cartel que decía La Taba. Suerte habían tenido de contar con una línea telefónica cuando eso era una especia de milagro por el pago
Desde los testimonios de los vecinos se sabe que era un establecimiento agrícola, que iba ahí a faenar sus vacunos el carnicero, que el señor Spinetto le obsequió al hijo que se recibió de ingeniero o de arquitecto la posibilidad de construir lo que quisiera y el hijo hizo esa casa en ochava que estaba con su escalera en la esquina de la ruta 205 y el camino a Las Flores. Supo ser restaurant y también, decían, entre otras versiones, una confitería non sancta por ser lugar donde se jugaba clandestinamente. Ahí nomás tenia su grutita la Difunta Correa, expresión popular y piadosa que ya se ha convertido en un santuario y que el supermercadista mudó al lado de la vía con el séquito de milagrosos más en onda y menos autóctonos que la parturienta que amamantó aún muerta a su bebé.
Recordaba el vecino Juan Ojeda: Crié a mis hermanos. Les daba de comer. En aquel momento estábamos en Spinetto. Quedé yo haciendo la comida hasta que se fueron separando, a las chicas las fueron llevando las madrinas, porque en aquel momento los padrinos eran toda gente de moneda. Y así nos criamos.
¿Qué había en lo de Spinetto?
Había dos o tres ranchitos nada más.
¿Tenían vacas?
No, no. El viejo Spinetto era dueño de un saladero muy grande en la Capital. Acá tenía un monte de duraznos, de viñas, tenía de todo, bah.
¿Y ustedes qué hacían allí?
Mi padre tuvo la suerte de que lo nombraran capataz. Estuvimos muchos años con ellos.
Las perlitas de este testimonio son la importancia de la presencia de un buen padrino o madrina para colaborar en la crianza cuando faltaban mamá o papá, aspecto de nuestra comunidad que, inteligente y oportunamente señalara el profesor Ramírez, como un rasgo del tejido social que sostenía a los integrantes de una familia en dificultades impidiendo el desmadre. De algún modo, Spinetto ejerció un padrinazgo que funcionó como contenedor. Otra: no tenía vacas pero sí un saladero. Suena raro un saladero a principios del siglo XX, uno los creería obsoletos para ese entonces, si lo hubiera señalado durante el periodo de gobierno de Juan Manuel de Rosas parecería lo más lógico. Pero sabemos de la convivencia de métodos modernos y arcaicos económicamente hablando. Así como no nos llaman la atención los montes de duraznos que nos remiten a la necesidad de leña en un Ezeiza que aún en 2011 no cuenta con gas de red en muchos hogares. Este testimonio resulta particularmente conmovedor porque cada palabra remite a lo pretérito casi colonial sobreviviviente en el siglo pasado, como el milagro de la madera perfumada: calor, cocción y sahumerio desde las cocinas económicas construidas en hierro. Duraznero, el sándalo de las pampas.
Por: Lic. Patricia Celia Faure
Buscando esquivar el tono elegíaco invitamos a recorrer estos montecitos y colinas de aquí nomás, aún erguidos con gallardía para alegría de pájaros y miradores de ojo largo en el tiempo. Porque se venden. Mangrullos naturales desde donde se puede otear el hoy acotado horizonte. Antes algún querandí habrá avistado una presa para alimentar a su familia; los animalitos de las pampas las habrán trepado para salvarse de la inundación que invadió su madriguera; algún chacarero habrá adivinado el humito del tren a leña que iba y venía, monótono, puntual en sus horarios de relojito de cadena.
Las colinas se miraban como los ombúes en la pampa rasa y rala. Ahora infinidad de edificaciones se interponen. Las dos propiedades son diferentes en su silueta ya desdibujada de los objetivos que las arraigaban a la tierra y ambas son identificadas con un nombre, tienen un monte y se encuentran en las alturas.
El monte de Spinetto
Empezamos la evocación en orden cronológico, desde el mirador que apunta hacia las bajas tierras del lado de Esteban Echeverría. Porque lo de Spinetto tiene vocación de vigía, como el solitario ombú del campito de Sotelo, el que nos gusta imaginar como uno de los pocos que atestigua sobre su vida activa como establecimiento agrícola o ganadero.
La ubicación la explica el profesor Juan Carlos Ramírez: El campo se encuentra actualmente atravesado por la autopista Ezeiza a Cañuelas y tiene por límites al NO los campos del aeropuerto; al NE los puestos del peaje; y por el S, barrios de Ezeiza. El monte de Spinetto, ángulo SO de la propiedad, forma parte de la toponimia local.
Parece que era una familia que no vivía de manera permanente allí, pero su propiedad, de dimensión más importante que las que las circundaban, era fuente de empleo y su monte colaboró en convertirla en una referencia obligada. El monte de Spinetto es como un domicilio y un número. En su abarcar perimetral creemos que trasciende en tiempo y espacio al ferrocarril, porque cruza los rieles hasta donde hoy esta el hipermercado y alivia la cañada que ampulosamente se señalizó con el nombre de Ingeniero Rossi cerca de la ruta 205 y Pinkufi hacia el barrio del polvorín estallado, Villa Guillermina. Hoy algo se conserva de aquello: parte de la arboleda y alguna construcción. En la casa supimos apreciar hace unos cuantos años los planos de la autopista que hoy transitamos porque allí se encontraba la oficina del obrador, filmamos la agonía de la angosta calle Newbery con Verónica Gussoni, amiga y compañera de facultad. Qué días. Había espectáculos de destreza criolla y tenía un cartel que decía La Taba. Suerte habían tenido de contar con una línea telefónica cuando eso era una especia de milagro por el pago
Desde los testimonios de los vecinos se sabe que era un establecimiento agrícola, que iba ahí a faenar sus vacunos el carnicero, que el señor Spinetto le obsequió al hijo que se recibió de ingeniero o de arquitecto la posibilidad de construir lo que quisiera y el hijo hizo esa casa en ochava que estaba con su escalera en la esquina de la ruta 205 y el camino a Las Flores. Supo ser restaurant y también, decían, entre otras versiones, una confitería non sancta por ser lugar donde se jugaba clandestinamente. Ahí nomás tenia su grutita la Difunta Correa, expresión popular y piadosa que ya se ha convertido en un santuario y que el supermercadista mudó al lado de la vía con el séquito de milagrosos más en onda y menos autóctonos que la parturienta que amamantó aún muerta a su bebé.
Recordaba el vecino Juan Ojeda: Crié a mis hermanos. Les daba de comer. En aquel momento estábamos en Spinetto. Quedé yo haciendo la comida hasta que se fueron separando, a las chicas las fueron llevando las madrinas, porque en aquel momento los padrinos eran toda gente de moneda. Y así nos criamos.
¿Qué había en lo de Spinetto?
Había dos o tres ranchitos nada más.
¿Tenían vacas?
No, no. El viejo Spinetto era dueño de un saladero muy grande en la Capital. Acá tenía un monte de duraznos, de viñas, tenía de todo, bah.
¿Y ustedes qué hacían allí?
Mi padre tuvo la suerte de que lo nombraran capataz. Estuvimos muchos años con ellos.
Las perlitas de este testimonio son la importancia de la presencia de un buen padrino o madrina para colaborar en la crianza cuando faltaban mamá o papá, aspecto de nuestra comunidad que, inteligente y oportunamente señalara el profesor Ramírez, como un rasgo del tejido social que sostenía a los integrantes de una familia en dificultades impidiendo el desmadre. De algún modo, Spinetto ejerció un padrinazgo que funcionó como contenedor. Otra: no tenía vacas pero sí un saladero. Suena raro un saladero a principios del siglo XX, uno los creería obsoletos para ese entonces, si lo hubiera señalado durante el periodo de gobierno de Juan Manuel de Rosas parecería lo más lógico. Pero sabemos de la convivencia de métodos modernos y arcaicos económicamente hablando. Así como no nos llaman la atención los montes de duraznos que nos remiten a la necesidad de leña en un Ezeiza que aún en 2011 no cuenta con gas de red en muchos hogares. Este testimonio resulta particularmente conmovedor porque cada palabra remite a lo pretérito casi colonial sobreviviviente en el siglo pasado, como el milagro de la madera perfumada: calor, cocción y sahumerio desde las cocinas económicas construidas en hierro. Duraznero, el sándalo de las pampas.
Por: Lic. Patricia Celia Faure
miércoles, 2 de marzo de 2011
La canchita del Club Roca
La canchita del Roca era un misterio para mí. Niña que no comprendía la felicidad que experimentaban casi todos los miembros del sexo masculino de cualquier edad al correr atrás de algo que rodara: un bollito de papel, una semilla de paraíso, una naranja amarga. Y era un misterio porque la canchita del Roca no estaba en el Roca.
De chica creí en algún momento que la cancha se llamaba así por la familia vecina de apellido Roca que vive aún enfrente, antes, de la cancha y ahora, de la municipalidad. Supongo al Club le pusieron ese nombre por el ferrocarril próximo, lástima que eligieron el apellido de lo que se entendía como un hombre público progresista a fines del 1800 pero que hoy interpretamos como un genocida de los hermanos pueblos originarios que vivían en sus tierras en la Patagonia. A los clubes más añejos en Ezeiza les daba por los bautismos con nombres ferroviarios, probablemente en la búsqueda de fortalecer y fortalecerse con la identificación y localización del poblado.
Yo veía colgada desde el portón de mi casa un potrero polvoriento donde traspiraban y corrían atrás de una pelota. Para un lado y para el otro. A veces era más divertido porque se ponían camisetas coloridas que hacían juego con el short (eso se llama vestuario del equipo) y venia más gente. Nunca le conocí cerco perimetral, ni un tablón donde sentarse a mirar. Vendría a ser una cancha medio clandestina pero a la vista de todos. A la hora de los papeles era propiedad del ferrocarril y de las vacas del Pepe Enríquez que pastaban por allí cerca cuando hacia falta. Yo también la cruzaba para ir a la forrajería de Aranda a buscar granulado para mis gallinas y, de paso, acariciar a los suaves gatos y meter un brazo hasta el codo, o más, en la bolsa de granos que me cruzara, era una experiencia táctil y olfativa ir a la forrajería, olía a semillitas.
Lo que algunos no saben, ciegos en una campaña digna de Shi huang ti es que, agazapada en su clandestinidad ancestral, la canchita del club Roca resiste. Yo la veo a distintas horas del día y de la noche en unos canteros elevados, rodeada de raquíticos arbolitos mudados. Ahora tampoco es la canchita del Roca. Sigue siendo otra cosa. Pero desde mi portón sigo viendo el misterio de los muchachos corriendo atrás del esférico y el pastito trillado de tanto peloteo, carrera, frenada y demás que no deja más que polvo sobre el piso. Y una nube gris que se estacionó en el verde del parque.
Por: Patricia Celia Faure
De chica creí en algún momento que la cancha se llamaba así por la familia vecina de apellido Roca que vive aún enfrente, antes, de la cancha y ahora, de la municipalidad. Supongo al Club le pusieron ese nombre por el ferrocarril próximo, lástima que eligieron el apellido de lo que se entendía como un hombre público progresista a fines del 1800 pero que hoy interpretamos como un genocida de los hermanos pueblos originarios que vivían en sus tierras en la Patagonia. A los clubes más añejos en Ezeiza les daba por los bautismos con nombres ferroviarios, probablemente en la búsqueda de fortalecer y fortalecerse con la identificación y localización del poblado.
Yo veía colgada desde el portón de mi casa un potrero polvoriento donde traspiraban y corrían atrás de una pelota. Para un lado y para el otro. A veces era más divertido porque se ponían camisetas coloridas que hacían juego con el short (eso se llama vestuario del equipo) y venia más gente. Nunca le conocí cerco perimetral, ni un tablón donde sentarse a mirar. Vendría a ser una cancha medio clandestina pero a la vista de todos. A la hora de los papeles era propiedad del ferrocarril y de las vacas del Pepe Enríquez que pastaban por allí cerca cuando hacia falta. Yo también la cruzaba para ir a la forrajería de Aranda a buscar granulado para mis gallinas y, de paso, acariciar a los suaves gatos y meter un brazo hasta el codo, o más, en la bolsa de granos que me cruzara, era una experiencia táctil y olfativa ir a la forrajería, olía a semillitas.
Lo que algunos no saben, ciegos en una campaña digna de Shi huang ti es que, agazapada en su clandestinidad ancestral, la canchita del club Roca resiste. Yo la veo a distintas horas del día y de la noche en unos canteros elevados, rodeada de raquíticos arbolitos mudados. Ahora tampoco es la canchita del Roca. Sigue siendo otra cosa. Pero desde mi portón sigo viendo el misterio de los muchachos corriendo atrás del esférico y el pastito trillado de tanto peloteo, carrera, frenada y demás que no deja más que polvo sobre el piso. Y una nube gris que se estacionó en el verde del parque.
Por: Patricia Celia Faure
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