Las vueltas de la vida hicieron que ahora haya abierto una hermosa heladería en la vistosa esquina de French y Echeverria, en Ezeiza. Allí mismo, donde niños con skipis marrones se arremolinaban en puntitas de pie para espiar los tachos de los helados que vendía la señora Petra Squiciato. Los sabores de la década del 50 eran menos sofisticados y de agua solo existía el de limón. Todos los cucuruchos y tacitas se comían (¿Starosta o Erevan?). Las cucharitas eran de madera con forma de palita como de jugar a la paleta pero, obviamente, más pequeñitas, si las chupabas mucho tenías un sabor a bosque en la lengua agarrotada de frío.
El comercio de Valentín y su esposa Petra contaba con dos entradas, recuerda la vecina Silvia Tissone: una por la esquina que daba hacia French para la heladería y otra puerta yendo hacia Echeverría para la fiambrería, y siguiendo en esa dirección estaba la casa particular de los propietarios.
Petra era la reina de la heladería. Hortensia Carrizo afirma que era divina de amable. Muy elegante, gordita pero bien formada. No tenía hijos pero su matrimonio transmitía alegría conyugal. La señora que hoy oficia de cajera la recuerda de labios bien rojos perfectamente maquillados.
Flor de helados
La fábrica de las delicias frías estaba ahí nomás a la vista en el local. La batidora a la izquierda, la heladera con las latas a la derecha. Las paletas revolvedoras eran un péndulo hipnotizador para el niño Juan Carlos Ramírez. Todos los veranos peregrinaba hasta la esquina gloriosa a comprar: crema americana y crema rusa son los sabores imborrables que han quedado grabados en su hemisferio izquierdo. El pote era como de tela y llegaría hecho hilachas, porque el niño pedaleaba de costado en la bici de adultos, raudo en la calle de tierra, llena de huellas, pozos, perros tarasconeadores, ligero cual saeta, apurado por comer la delicia fría y apremiado por la recomendación de la mamá que le percutía en el cerebro: ¡que no se derrita en el camino!. La estela helada era una huella caliente con rumbo a los fondos de Ezeiza para dar consuelo al hermano operado y en cama. El helado era la felicidad dulce y anhelada, largamente disfrutada en papila y recuerdo añorado.
Palito, bombón, helado
Piensa que te piensa. Recuerdos revueltos. Pero nada. No surge en las memorias activas consultadas la siguiente microempresa que fabricara helados en el pueblo de Ezeiza. Petra es un mojón en nuestra historia gastronómica. Dejamos la inquietud a los lectores. La historia es ancha y ajena dicen. Desde los chinos que lo inventaron hasta los italianos que lo impusieron en la meca occidental de la comida, los helados hicieron camino y aquí llegaron de la mano de un descendiente de la península con forma de bota, para no ser menos rigurosos con los valores históricos.
Lo que surge fresco es la changa de los jóvenes forzudos que se animaban a trillar el pueblo con la mochila vendiendo helados. El concesionario atendía en el quiosco del Papi Agnelli, French al 300. La provista consistía en la heladera de telgopor, el hielo seco y la mercadería rigurosamente contabilizada. Los derroteros los marcaban los mercados vírgenes: Villa Golf, las quintas, los hornos de ladrillos y, en general, los fondos (serían los barrios más alejados de la ruta y las vías del tren). El éxito del emprendimiento dependía del aguante de hombros del miniempresario en ciernes. No siendo Petra y el Kibón, según Hugo Rottoli, no había más heladerías en la zona, de modo que era un rebusque apreciado y gratificante. El alivio frío y felíz venía dulcemente contenido, ¿ahí sí?, en una tacita.
Por:Lic. Patricia Faure.
No hay comentarios:
Publicar un comentario