jueves, 19 de junio de 2025

Masacre de Ezeiza, en primera persona

 La mañana del miércoles 20 de junio de 1973 se presentaba apacible, y mientras caminábamos con mi viejo, con mi padre, hacia la estación de Ezeiza, conversábamos. Los temas fueron variados, y salpicados con trivialidades como que no hacía frío, que iba a ser un hermoso día o sobre la conveniencia de ir por la ruta 205 y no cortar camino.
Cuando estábamos próximos a la ruta, nos sorprendió la multitud que ordenadamente marchaba camino a la barrera hacia el aeropuerto. Junto con otros conocidos con los que nos fuimos encontrando en el camino, nos integramos a un grupo bullanguero que entonaba cánticos apropiados para la fecha. Los mayores tenían la lógica ansiedad de ver regresar a su líder tras 18 años de exilio; los que éramos chicos por entonces, y los que habían nacido después del 55, lo hacíamos para conocer a aquel por quien se había militado.
Al llegar a la barrera mencionada y comenzar a andar camino al puente El Trébol, encontramos las diferentes columnas que venían desde Monte Grande y a los que venían desde San Vicente; entre todos, conformamos la Columna Sur. Entre las organizaciones, caminábamos quienes íbamos por nuestra propia cuenta. Muchos como yo estábamos felices, porque además del significado político, había uno aún más importante: la integración entre distintas generaciones y, en mi caso, compartir con mi viejo este reencuentro entre el líder y su gente.
Llegamos a la altura del puesto policial que luego fuera conocido como el centro de detención clandestina “La 205”, cuando ya era de día. Había allí mucha gente, y pensábamos que era lógico, porque estábamos a menos de mil metros del palco desde donde el general Perón nos hablaría.
Con mi padre nos fuimos adelantando entre la gente (siendo solo dos, fue muy fácil), y a la altura del Hogar Escuela tuvimos que sortear automóviles dispuestos de tal forma que impedían llegar a la columna que entraba por el sur. No nos llamó la atención ver un grupo armado en la curva que llevaba al cruce para el bosque. Tenían un brazalete verde; las distintas agrupaciones se distinguían por el color e inscripciones que llevaban.
Tomamos ubicación en la rotonda que permite a los automóviles que vienen del aeropuerto subir al puente camino al bosque (por supuesto, no había tránsito ese día). Obviamente no estábamos solos, pese a que era temprano; el general llegaría a las 16 horas. Distintos pequeños grupos estaban diseminados por todo el césped, desde el cordón instalado para delimitar el área hasta donde podíamos acercarnos al puente. Tras esa precaria marca, circulaban custodios con armas largas. A nuestras espaldas quedaba el acceso a la Autopista Ricchieri desde la ruta 205 y el bosquecillo del Hogar Escuela. Al frente, y cruzando la autopista, grupos con banderas y pancartas; y mirando al norte, densas columnas hasta donde la vista nos permitía avizorar.
El palco estaba ubicado sobre el puente, con frente hacia el norte, por lo que la parte posterior daba al acceso al aeropuerto, ubicado a 3 kilómetros de allí. Como fondo tenía gigantografías con la figura del General y de Evita; con una imagen más chica también aparecía Isabel. Para proteger a Perón, se había instalado una pared de cristal antibala, y por el puente-palco circulaban personas que a veces hacían gala de sus armas largas.
Se habían escuchado algunos tiros, pero recién nos alarmamos cuando se transformaron en un tiroteo y un correr de personas sobre el palco apuntando hacia los pinos ubicados detrás nuestro, en el campo del Hogar Escuela. Pronto las balas comenzaron a silbar cerca de donde estábamos, y desde el palco les respondieron. Cesaron los disparos. Y recién eran las doce del mediodía.
Más tarde, ya en casa, me enteré por boca de mi tío —quien había venido en bicicleta desde Longchamps— que él se ubicó cerca del Hogar Escuela, bajo la sombra de los árboles y cerca de la columna de Lisiados Peronistas, quienes estaban emponchados en sus sillas de ruedas, acompañados por quienes los ayudaban. Mi tío repartió entre ellos unas mandarinas que había recolectado en su paso por mi casa antes de ir hacia donde todos esperábamos a Perón, y esto quizás lo salvó. El caso es que, cuando fue evidente para él que no querían que los que venían desde el sur se acercaran al palco, escuchó que los lisiados le dijeran “agachate, viejito” y se produjo —me relató— un milagro: los lisiados se levantaron de sus sillas de ruedas a la vez que sacaban armas que tenían bajo los ponchos que los cubrían y comenzaron a tirar. De la columna que había arribado desde la ruta 205 —la Columna Sur— se movilizaron Montoneros, otros identificados como de la JP, y algunos militantes que no pertenecían a ninguna agrupación, solo eran peronistas. Intentaron llegar al puente, pero los identificados con el brazalete verde que custodiaban les empezaron a disparar, y en ese momento intervinieron los Lisiados, según me relatara mi tío.
La historia real —la más aproximada a ella, quizás— la supimos tiempo después. Pero el caso es que alrededor de las 14 horas comenzaron a disparar desde la izquierda del puente (visto desde el frente) hacia los árboles del Hogar Escuela, desde donde respondían con una balacera que también llegaba a los que estábamos sentados sobre el césped, próximo a la cinta asfáltica.
No sé quién tuvo la idea —posiblemente partió desde el palco—, pero todos comenzamos a cantar el Himno Nacional. Un sacerdote comenzó, en el palco, a levantar una cruz como símbolo de paz, pero cuando las balas acertaron a la cruz, el cura decidió ponerse a resguardo. Leonardo Favio, desde el puente y protegido por el vidrio antibala, pedía que cesara la balacera, pero tampoco le hicieron caso.
La inquietud fue mayor cuando vimos pasar una ambulancia con las puertas abiertas, con una enfermera (a la que reconocí por ser vecina) que temerariamente iba agarrándose del techo y casi parada sobre el paragolpes. En igual situación, sobre la derecha de esa ambulancia, iba otro, posiblemente enfermero (por su guardapolvo blanco). Con mi padre quedamos alelados al ver que iban tres hombres tirados sobre el piso y dos más arriba de ellos, que imaginábamos todos muertos, camino hacia Puente 12.
Perón debía llegar a Ezeiza a las 16 horas. Pasado ese horario anunciaron que, por los disturbios, se había decidido que no bajara en Ezeiza y que aterrizaría en Morón. Aterrizaje que se confirmó a las 17 horas aproximadamente.
Sabiendo que no vendría al encuentro con su pueblo en Ezeiza, comenzó un desbande generalizado, acompañado por un nuevo tiroteo entre los que cuidaban el palco y los que estaban en los árboles frente a la ruta, en los campos del Hogar Escuela.
El caos que se armó fue de tal magnitud que, cuando escuché silbar las balas, decidí sacar a mi padre de esa trampa que podía ser mortal, y agachados —y a veces llevándonos por delante a otros pacíficos manifestantes que también querían salvar sus vidas— escapamos a través de los zanjones hasta llegar al barrio. Allí vimos cómo intentaban guarecerse los que habían tratado de llegar al palco y los que no, que tampoco entendían el porqué de esa violencia en lo que debía ser un día de fiesta, de fiesta peronista. Comentaban que en el aeropuerto habían hecho una pila con los muertos; luego supimos que eso no sucedió, pero sí que en el Hotel Internacional torturaron a los que creían montoneros, de la Juventud Peronista, de la Tendencia, troscos, comunistas o simplemente zurdos. Nos enteramos de que el Hospital estaba tomado por gente del C. de O. (Comando de Organización, ala derecha del peronismo), y que gente afín controlaba el Hospital San José de Monte Grande.

Algunos intentaban refugiarse en la capilla del barrio, pero yo, conocedor del lugar, opté por tomar rumbo a casa, ya considerándonos a salvo de lo que no podíamos comprender. Allí nos enteramos de las aventuras de mi hermano, intentando que mi madre no se enterara de lo que circulaba entre los vecinos y de lo poco que comentaban por la radio. Él también había ido camino al Hogar Escuela en su bicicleta, pero regresó cuando los que escapaban de los tiroteos le decían que no vaya. Enterado de la gravedad, evitó que nuestra madre se enterara de lo que ya se consideraba una masacre, una emboscada tendida por la derecha sindical y los servicios de inteligencia contra los zurdos.

Juan Carlos Ramirez Leiva

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