El cartelito ovalado aun dice Bme. Mitre porque cuando la construyeron la calle Ituzaingó no existía con ese nombre. Elegida Ezeiza porque era zona semi urbanizada, para respirar relajado el ocio del fin de semana o con algún destino floricultor, o el pequeño tambito, con granjita anexa, era raro no tener el gallinero y la conejera al fondo del terreno.
Pero ahora la quinta se vendió. Y en la altura cuatrocientos resiste la arboleda que tiene sus largos años, lo dicen su porte y su largura. Se destaca el cactus de la esquina de Provincias Unidas y Balcarce, con sus estrellas blancas de bordes rosados y bordó que ignoran desde sus nubes a las bolsas de basura que les tiran los vecinos desaprensivos a los pies.
En el coloquio inmobiliario se dice que la compraron para edificar departamentos. La lágrima nos corre a los que nos gusta apreciar el horizonte verde, pero tendremos que ir acostumbrándonos a otros tipos de bálsamos. Confiemos en el poder de adaptación que poseen los animales para que los chimangos que anidan en lo más alto de la copa del ciprés, el enjambre de colibríes que se alimentan en las flores de palo borracho y las cotorras que, augurando el destino del solar, tejieron sus departamentos de palitos colgando en los flancos de la arboleda que linda con la calle Provincias Unidas, encuentren el cobijo y sus recursos en otros lares.
Empezaba la época de los departamentos y el disparate social de vivir como sardinas en lata, ignorándose entre vecinos, mientras que antes- en eso que hoy se llama Gran Buenos Aires- el vecindario parecía sucursal de la familia.¡ Siempre había un voluntario que nos refugiaba cuando disparábamos de una paliza!. Se confesaba en su breve autobiografía María Elena Walsh.
Con las aceitunas del olivo del fondo y la fragancia de las flores blancas en el arbusto anónimo, la quinta mantiene el cerco totalmente verde como reliquia de la tranquilidad añeja, sin darse por enterada de las épocas de rejas, alarmas y patrullas patrullando.
El vecino sensible extrañará el verde del follaje, el canto de los pájaros, el frescor de la arboleda. Pero ese vecino ya sabe que esas románticas y sanas costumbres desestresantes no cotizan en el casco del pueblo. Valen, y mucho, cuando les calculan un valor en dólares formando parte de un barrio cerrado, privado, country, club de campo, o como se llame, de los que pululan por todos lados. Lo que queda del esplendor de la quinta forma parte de un mundo que se vuelve (¡qué cosa!), cada vez más excluyente, aunque el vecino quiera seguir creyendo que las políticas sociales incluyen a todos los miembros de la sociedad.
Por: Lic. Patricia Celia Faure
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