En la esquina de Liniers y Laprida,
en nuestra ciudad cabecera, supo mantenerse sereno, enorme, orgulloso, un
castaño que tuvo larga vida. Resistió los embates del tiempo y de míticos
vientos, pero la última tormenta, la que arrasó con numerosos árboles, lo tomo
distraído, o quizás cansado.
Tal vez extrañaba a los chicos que a su
sombra jugaban, o molesto por ya no ser lo más alto del barrio, quizás era muy
viejo porque a mediados de la década de 1950, era ya un árbol adulto. Había
sido testigo de las lentas transformaciones pueblerinas hasta los cambios acelerados
de los cincuenta, y ni que hablar de los tiempos actuales. No sabemos su edad
pero la corteza pardo grisácea, gruesa y profundamente surcada, nos habla de su
longevidad.
Muy noble, siempre verde, proporciono
sombra, sirvió de alojamiento a los pájaros, de lugar de juegos a los niños, fue
referencia, y ahora se brindó como madera. Pasaba los 10 metros de altura y las
raíces no soportaron el embate huracanado. Fue tan noble que no causó daños a
los vecinos, que sin duda extrañaran su partida.
Por: Juan Carlos Ramirez
(con todo el dolor por los árboles perdidos que hicieron felíz su niñez ezeicina).
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