Pero ahora la quinta se vendió. Y en la altura cuatrocientos resiste la arboleda que tiene sus largos años, lo dicen su porte y su largura. Se destaca el cactus de la esquina de Provincias Unidas y Balcarce, con sus estrellas blancas de bordes rosados y bordó que ignoran desde sus nubes a las bolsas de basura que les tiran los vecinos desaprensivos a los pies.
En el
Empezaba la época de los departamentos y el disparate social de vivir como sardinas en lata, ignorándose entre vecinos, mientras que antes- en eso que hoy se llama Gran Buenos Aires- el vecindario parecía sucursal de la familia.¡ Siempre había un voluntario que nos refugiaba cuando disparábamos de una paliza!. Se confesaba en su breve autobiografía María Elena Walsh.
Con las aceitunas del olivo del fondo y la fragancia de las flores blancas en el arbusto anónimo, la quinta mantiene el cerco totalmente verde como reliquia de la tranquilidad añeja, sin darse por enterada de las épocas de rejas, alarmas y patrullas patrullando.
El vecino sensible extrañará el verde del follaje, el canto de los pájaros, el frescor de la arboleda. Pero ese vecino ya sabe que esas románticas y sanas costumbres desestresantes no cotizan en el casco del pueblo. Valen, y mucho, cuando les calculan un valor en dólares formando parte de un barrio cerrado, privado, country, club de campo, o como se llame, de los que pululan por todos lados. Lo que queda del esplendor de la quinta forma parte de un mundo que se vuelve (¡qué cosa!), cada vez más excluyente, aunque el vecino quiera seguir creyendo que las políticas sociales incluyen a todos los miembros de la sociedad.
Por: Lic. Patricia Celia Faure
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