sábado, 29 de enero de 2011

Pedro Pravaz y Vicente López y Planes

Parece la máscara de cera de otra casa. El mutismo de sus ventanales y puerta tapiadas gritan. A su palidez sólo le falta estar acostada entre encajes en un féretro. Será de una muerte digna, heroica, gallarda. De pie.
La desarmaremos como a una mamushka de pupilas dilatadas… cáscara tras cáscara, bajo la atenta mirada inocente de la muñeca. No imaginamos al asesor arquitectónico recomendando cegar esas fuentes de luz. Si lo hubo y cobró habría que denunciarlo por bloquear el fluir de la vida. Capaz la casa se atrincheró cuando no le gustó lo que vio… No sabemos cuando sucedió, una mañana amaneció muda… pero habla por los vecinos y por la vecindad urbana…

La tienda de la mujer rebanada
El testimonio de Poroto Alvarez desde su infancia a principios del siglo XX sobre esa esquina es el siguiente: La única tienda era la de Salvatierra. ¿Sabés lo que nos pasó? Resulta que estábamos debajo de unos paraísos cerca de mi casa y dice un tal Sánchez: Hoy abren una casa nueva en la esquina de Castiñeira. ¡Hacía una calor! Y fue a ver, al rato venía a 80 km por hora, llegó blanco y no podía ni hablar:
_ ¿Qué te pasa?-
_ ¡Hay una mujer parada arriba de una mesa con un saco y le faltan las piernas!_
_¡Andá, mentiroso de miércoles!_ le dijimos.
_ ¡Ah, no!¡Vayan a ver si no es cierto!_
Y los que nos habíamos quedado, fuimos. De los cinco que fuimos quedamos yo y Miguel Ima, los otros salieron cuesta abajo.
¿No sabían lo que era un maniquí?
No, no sabíamos. Nosotros nos quedamos parados del susto. Pensé que era una mujer de veras y salió la señora y nos explicó lo que era ¡Y salimos sacando pecho!
Antonia San Juan (esposa de Poroto) también fue otra de las niñas espantadas por el maniquí. Volvió a su casa sin hacer los mandados que la mamá le encargó porque al pasar por la tienda se asustó, ante el reto materno sólo atinó a excusarse argumentando que un perro malo la había corrido.

Escalando hasta las casa
La actual calle Pravaz conectaba a los tamberos con el tren y era una de las calles que llevaba a la estación del ferrocarril. Casi todo el pueblo pasaba por allí. Por eso allí se instalaban los comercios. Por la calle sin nombre y descalza, pero abovedada, pasaban los carros con su carga blanca, los jinetes, casi ninguna bicicleta porque eran muy caras, algún auto y los sulkis que en la caja debajo del asiento y del almohadón llevaban las bolsas blanqueadas al sol para cargar la compra del azúcar, la harina y todo lo que se vendía suelto. Los vecinos añosos guardan recuerdos quejumbrosos para las nubes de polvo que se metían por todos los rincones pero, así y todo, había menos mugre y basura sobre el planeta, la mayor desgracia era pisar bosta de vaca o barro, que te cagara un pajarito, o te comieras un insecto sin querer. Las calles de acceso a la estación tenían un sistema de turnos de funcionamiento de acuerdo al estado en que las dejaran el tránsito de los carros y las erosivas lluvias. Se hundían en lodazales y en tremendos huecos por las huellas de los carros dale que va cargados. Para acceder a algunas de las casas o a los comercios había que trepar desde abajo por la barranca donde se encontraban, esas alturas las notaban menos los que venían a caballo o en vehículos a caballo.

La arteria neurálgica
En uno de los extremos de la calle Pravaz, y en estrecha convivencia con los vascos dedicados a la lechería, se erguía el almacén de los hermanos Pedro y Santiago Harguindeguy, que también vio pasar por su frente los camiones cargando fardos de lana. Y en la otra punta, lindando con la vía, estaban los otros hermanos almaceneros: los Arruiz, con su establecimiento abierto aproximadamente hacia 1895.
María del Carmen del Santo, sobrina del panadero Guarna, lo describió así:
La vereda daba a Pravaz y era de ladrillos, allí estaba el frente del almacén y el palenque, enfrente estaba el molino donde los chicos se iban a bañar, caía el agua y se bañaban. Todo el almacén abajo tenía sótano, lo que da a Salvatierra, arriba, era el altillo. Frente al molinete que estaba al terminar de cruzar las vías estaba el surtidor de YPF. Costeando las vías estaba el alambrado, la casa estaba cerca del alambrado. Atrás- cuando Echeverría se angosta-estaba el herrero Bottaro. La puerta de la esquina daba al corredor y tenía como una ochavita, la puerta del medio y dos ventanas grandes con rejas, las que estan actualmente eran las del almacén, era inmenso, era de Ramos Generales, acá se surtía de nafta a la gente. El mostrador de madera tan largo como el almacén, piso de maderas, estanterías altísimas- usaban escaleras para ellas- . La casa tenía un corredor con enrejado de maderitas cruzadas y una cocina larga que la ventana daba a la vía, gran arboleda. Repartían en sulky, era más grande que el de Harguindeguy este almacén. Todos los hermanos eran dueños en un momento. Después quedó Victoriano como dueño, los hermanos se fueron yendo por diversos motivos. Su mamá Carmen Guarna amplió: El padre de los Arruíz había sido alambrador, el almacén de los Harguindeguy era anterior a eso.
En ambos comercios hubo también surtidor de combustible para los vehículos automóviles. Al de Harguindeguy lo demolieron completamente para construir la autopista a Cañuelas, estaría aproximadamente a la altura de la colectora del lado del pueblo.
Suponemos por la modernidad relativa de la construcción, la existencia y convivencia del bazar El Ciervo en la vereda de enfrente casi llegando a la calle Echeverría, donde comprábamos las cajitas musicales para regalarle a la maestra de grado. Las señoras que atendían eran la mar de atentas, y muy bonitas y bien maquilladas. Ni comparar con nuestras madres de cara lavada: un poco de crema Hinds, a lo más, y ruleros los sábados. Era la época de los canapés de Criollitas. Todo más bien sencillito.

La panadería San Andrés
En la esquina enfrente de la que nos disparó este conjunto de reflexiones funcionaba la panadería San Andrés, su propietario era don Andrés Guarna. Su hermana Carmen explicaba: Llega a fines del 1920.El trabajaba en la panadería del Gaucho en Monte Grande como repartidor. Un día quiso independizarse y acá al lado de la escuela había una panadería que era pobre, media bolsita de pan y en el malacate que le decían, el caballo ciego era el que movía el amasijo. Y trabajando fue haciéndose clientela. Repartía lejos y Esteban Arruíz le dice ¿por qué no sacás un crédito en el banco, yo te consigo todo, y hacés tu panadería?. Hicieron la panadería por el Banco.
Los años en que se estuvo construyendo el aeropuerto fueron los de gloria laboral para el señor Guarna, ya que era uno de los proveedores del obrador y tenía muchos sulkys haciendo reparto por la zona rural. Recordaba el señor Pontoni Spagnuolo: Estuve de panadero con Guarna, yo repartía pan. Salía 6 hs y volvía 13 hs, repartía todo Canning. Tenían cuatro jardineras: una andaba Pargoletto, otra andaba Manuel Jiménez, otra andaba yo y otra Castro. Empecé a repartir a caballo porque había partes en Ezeiza que no se podía andar ni con el carro, entonces me mandaba a mí con la canasta y el caballo. Con el correr del tiempo como yo iba progresando me dieron el carro para andar, yo repartía 120 kg de pan por día, esto era en el ’44.
El escribano Alfredo Mario Lasalle trabajó en el Registro Civil que funcionó donde era la casa de Guarna, al lado de la panadería. Funcionó sobre calle Pravaz- entonces era Garibaldi- yo también llegué a conocer a don Pedro Pravaz, un antiguo vecino y activo colaborador, de los gestores de la creación del partido Esteban Echeverría. Creo si yo no hubiera sido amigo, hubiera sido muy difícil conseguir un local para el Registro Civil- siempre existió el recelo de alquilarle al gobierno-, ahí funcionó desde el ’50 hasta el ’55, ’57, (que ya) resultaba un poco chico

Por: Lic. Patricia Celia Faure

miércoles, 19 de enero de 2011

La casa de Dashel

Dashel era masajista de profesión o tal vez doctor en traumatología o kinesiólogo. Pero sí sabemos que era generoso como persona. Tenía una casa de descanso para los fines de semana y vacaciones en la “Córdoba Chica” que era Ezeiza hace unos años. Rodeaban su propiedad los plátanos bellotudos, los eucaliptos fragantes, las casuarinas con el persistente murmullo susurrante, los paraísos violetas de octubre… la vecindad era escasa: tal vez la planchadora Rugura ya recibía trabajos para realizar en su domicilio; doña Jacinta Della Palma ya habitaba con su familia sobre la ruta y se escucharían las “cafeteras” en el taller de autos de don Pedro Marcel que muchas veces se habilitaba para armar bailes familiares o funciones teatrales.
Dashel miraba la luna entre las ramas mientras los grillos cantaban en las noches de estío, y las chicharras lo acunaban cuando cabeceaba la siesta. Y las golondrinas y los gorriones alojadas en el dormitorio de la fronda verde le alborotaban las tardecitas. Y el tren humeante era otro vecino inquieto con su bocina que se oía de lejos anunciando visitas, aun antes que los teros alcahuetes que andaban por todos lados.
La casa se vende y por eso la traemos a la evocación en estas líneas. Parece la casita de un guardabosque de cuento de hadas. Le faltan los gnomos regando las flores silvestres que crecen por todos lados.

Hipócrates al trote en el pueblo

Es una casa a la que conocemos por uno de sus habitantes y no por su propietario. Las memorias que rastreamos no lo recuerdan a Dashel andando por el polvoriento pueblo. La tenemos presente a través del recuerdo agradecido del doctor Manuel Ricardo Rebagliati, a quien el conocedor de huesos le facilitó la formación de su primer hogar, al cederle en préstamo la casa apenas se casó. Era 1935. Allí vivió cuatro años.
Ese año llegó en pleno la bendición de Hipócrates a Ezeiza, además de Dashel (que venía desde antes y, hasta donde sabemos, no ejercía por el pago): se instaló la primer farmacia que se llamó Del Pueblo en una denominación bastante obvia pero que nos gusta por orgullosa, la atendía el idóneo Eduardo Vidal, aún funciona sobre la ruta 205 en José María Ezeiza, ubicada frente al retoño del Pino Histórico de San Lorenzo. También habilitó su consultorio el doctor Rebagliati en una casa que le alquiló a la familia Arruíz (hoy no se la ve porque ya fue demolida) sobre la ruta a pocos metros de la calle Paunero y al lado de un centro médico a cargo de Pablo Díaz. Esa casita la había construido a pedido el señor Zitelli de Monte Grande “20 años de cuchara”.
Antes de eso los habitantes se trasladaban a visitar médicos en Monte Grande, esos médicos que entonces eran de carne y hueso y hoy se recuerdan en nombres de calle, como el doctor Rotta.
Las mujeres en estado interesante agendaban con la partera o con la comadrona, en un bando, estaba la señora Mariana Arbel, y en el otro, la señora María Lanatua de Harguindeguy, eran las reinas del primer chirlo en la región. Las gallinas saldrían espantadas si se hubieran enterado su destino de caldo para la parturienta apenas parido el bebé, decían que ayudaba a generar leche como si fuera la malta Palermo.
Por: Lic. Patricia Faure

miércoles, 5 de enero de 2011

La casa de Abal

La curva de la hoja de El Trébol.
La curva umbrosa invita a entrar en el túnel del tiempo, ese lugar fresco y susceptible de ser creado. Los Chañares al 500, corazón del barrio El Trébol. Entremos.
El par de casuarinas lungas a la derecha de la entrada, medio raquíticas de tan alto que llegan, fueron testigos del trajín de los albañiles y constructores del barrio El Trébol. En una de ellas, aprovechando su largura sobre la llanura pelada, se colgaba una bandera que indicaba a los laboriosos obreros cuando era la hora del receso para almorzar o la del final de la jornada. En la que todos llaman la casa de la familia Abal se asentaba el obrador en aquellos años cincuenta y sesenta del siglo pasado que sirvieron para que el barrio se erigiera, en primera parte, gracias a las gestiones del Banco Hipotecario Franco Argentino. Las casas las construía CAYTE (sigla de “casas y terrenos”) y las ventas también podían concertarse en la casilla de madera puesta en la esquina cerca de la actual Petrobras, el que atendía era el señor Brisson, un vecino del barrio, francés de nacimiento[1]. Por entonces las escasas arboledas eran bajitas y vivía aún por allí mucho bicho de los que hay en el campo, así los lagartos y las comadrejas fueron empujados a disputar su espacio con perritos de raza. Las flores de los matos diseñados amanecían ramoneadas por las liebres, pero era una gloria desayunar mirando a los teros que se cortejaban en los jardines.

En la San Sebastián.
Víctor García Costa sostiene que esa casa era un puesto de estancia y desde allí nos permitimos la posibilidad de hacerla parte del más bien modesto casco de lo que fue la estancia San Sebastián, que abarcaba casi todo el territorio de nuestro distrito, propiedad de doña Josefa Guevara y don Sebastián Acosta. Entre yardas, millas y no recordamos qué otra medida a la inglesa el profesor Juan Carlos Ramírez nos convenció (somos fáciles de convencer cuando se trata de la memoria en reversa) con sus lecturas cartográficas que le indicaban que por ahí debía estar el hogar donde paraban esos vecinos del siglo XIX. Doña Virginia Acosta, la viuda nuera de Sebastián y Josefa, heredó de su esposo Rosario Acosta la parte que le correspondía del establecimiento sito en el Partido de San Vicente y compuesto: de un terreno de pastoreo de tres cuartos de legua más o menos; ocho piezas de material techos de azotea; diez piezas, techos de ripia siendo ocho de estas de material y dos, paredes de barro. Un palomar de material. Una pieza (cocina) techo de paja. Una caballeriza de materiales de ripia. Una idem de tabla de techo de zin. Un alambrado compuesto de 1.000 varas, maderas duras y blancas. Un monte de durazno, recién cortado, compuesto de dos cuadras, rodeado de parayzo, sauses y alamos.
Un puesto con un edificio de tres piezas de material de azotea techado. Un idem con cuatro piezas de material techado de paja. Un idem con tres piezas de material techo de ripia. Cosina de material techado de paja, un galpón de tablas, techo de fierros en muy mal estado. Un (ilegible) con dos piezas techos de paja.[2]

La vigía de la curva
Ahora nuevamente la evocamos a propósito de esta serie de notas. Con miedo porque tiene un cartel que indica que esta en venta. Nunca pasamos de su vereda más que del lado de afuera, ni cuando hablamos con el hijo del dueño, que fue quien nos contó lo de la bandera señalizadora del obrador. La seguimos interpretando como un mojón en el contexto del barrio El Trébol. Como esas arrugas que nos aparecen en el rictus de la cara cuando nos ponemos mayorcitos de edad. Por todo el trebolar surgen de la noche a la mañana casas modernísimas, pensadísimas, estetiquísimas. Ella sigue ahí chatita y ladeada, admirable en su ubicación oblicua como puesta a propósito para no perderse ni el primer ni el último rayo del sol. Conserva algo de gallo anunciando el inicio de las actividades del día, como cuando organizaba la rutina de los albañiles constructores del barrio. Tiene algo de girasol en su quietud. Tiene ese perfil modesto, aplanado y pampeano, que la distingue del resto de las casas del barrio, aunque haya otras que también sean planas. Disfrutamos imaginar su planta construida sin asesoramiento de arquitecto, con paredes de barro y la memoria cargada de tanto visualizar horneros amasando casitas con su pico…
Dos perros reciben al que se detiene en su puerta, ahí el caminante puede descansar en dos sólidos bancos que tienen almohadones de mármol blanco. Las tejas del techo abombadas a muslo, el tanque que vio correr mucho agua, las macetas fajadas, el portón tranquera medio arrumbado pero adornando aun el parque, la galería mansa que incita al reposo y el sendero sinuoso de entrada que inspiró a la curva de la calle tanto como a éstas líneas.

Por: Lic Patricia Faure.
[1]Mucho agradecemos estos datos proporcionados por el historiador Víctor García Costa, uno de los vecinos fundadores y consecuente habitante del barrio abierto y verde.
[2]La descripción de las construcciones de la estancia San Sebastián fue extraída de la testamentaria de Rosario Acosta.

domingo, 2 de enero de 2011

Cuidadores de la salud

Entre los pioneros cuidadores de la salud siempre nos gusta pensar en las mamás o quien cumpliera ese rol, por ser la atención primaria y primera. Con la organización social en clanes, pueblos o aldeas, el rol estaba en un hombre o mujer que conocía las propiedades beneficiosas para los humanos provenientes de plantas, minerales y animales.
Pero en los albores de la urbanización de Ezeiza no queremos dejar de recordar a la partera diplomada Mariana Arbel, que prestaba sus diligentes servicios hasta la zona de Tristán Suárez y fue quien estuvo presente en los dos primeros grupos de profesionales de la salud que atendieron en la Sala de Primeros Auxilios San José de Monte Grande, adonde acudían los enfermos de Ezeiza y aledaños.
En el orden más local también fue muy recordada la labor y diligencia de la comadrona María Lanatua de Harguindeguy, una empírica que años más tarde era causa de los desvelos del doctor Ricardo Rebagliati, el primero afincado en Ezeiza hacia 1935. De enfermeras bien dispuestas el vecindario recuerda a la enfermera alemana o hija de alemanes que vivía sobre la calle Liniers y Vicente López y Planes, o a la señora María Ruiz, que eran de la generación que hervía en un recipiente metálico las agujas con que después te inyectaban la medicación.
Y el equivalente a la sala de primeros Auxilios San José llegó a Ezeiza en la década del ’50 cuando se creó por obra de la Liga de Padres de Familia, la sala de Primeros Auxilios Nuestra Señora del Valle: “Mi abuelo (Felipe Catani) junto al señor Doria, Zaidán, Carnevale, Filloy, Zaragoza, generan la idea y se pone la piedra fundamental” recordó emocionada María Romero Catani de Sarracín. “La salita”, fue muda testigo de las filas interminables para darse las vacunas, sacaba de apuros ante cualquier percance, y contaba con rayos X. Del personal de allí destacamos los afanes del doctor Enrique Herrera.

Por. Lic. Patricia Celia Faure
Nota del editor:
Mariana Arbel nació un 31 de marzo de 1886 en el partido de Almirante Brown, y fue la primera obstétrica diplomada que instaló su consultorio en la calle Vicente López 174. Tenía unos 20 años, corría 1907, y figura dentro de los primeros especialistas que atendieron en la sala de Primero Auxilios “ San José". Falleció a los 80 años, el 16 de junio de 1966, y la Municipalidad de Esteban Echeverría la honró dándole su nombre a una de las arterias del distrito.