jueves, 24 de marzo de 2022

Entre ciegos, sordos, y buchones

Ninguna dictadura nace ni prospera sin complicidad, y en nuestra historia reciente, la dictadura cívico eclesiástica militar contó con colaboradores de vario pinto. Empresarios que se beneficiaron económicamente, líderes religiosos que siguieron la tradición católica de apoyar movimientos totalitarios, artistas e intelectuales que cimentaron u obtuvieron un poco de fama, así como algo de resentimiento en ciudadanos de a pie que aceptaban su destino de pobreza y les molestaba la rebeldía de sus conciudadanos, todos fueron puntales no desaprovechados. Después de todo, el General genocida Albano Harguindeguy expresaba que:"Lo económico, social y político están íntimamente entrelazados y recíprocamente vinculados, de manera que forman un todo indivisible que se llama Política con mayúscula" (mayo de 1978).
No desarrollaré el tema de los empresarios porque solo me bastará con que se recuerden a los Capitanes de la Industria y el apoyo recibido junto con el mote, o mencionar a las grandes familias como los Macri, los Blaquier, Bulgheroni; poderosos empresas como Acindar (Martinez de Hoz fue su presidente), Mercedes Benz, Molinos Río de la Plata, Ledesma, Techint (Roberto Rocca), Pérez Companc, Soldati y Astra, por mencionar emblemáticas. Como contraparte, muchos militares pasaron a integrar el directorio de grandes empresas, encariñándose a punto tal con algunas de ellas, que se las apropiaron.

Tampoco tomare el tema de los líderes religiosos porque bastará recordar el papel de la Diócesis de Lomas de Zamora, por entrar en lo regional. Seminaristas, pastores, sacerdotes asesinados como el caso del cura Hugo Ibañez (Ezeiza), muerto cuando se disponía a revelar lo acontecido en la Unidad 19 y en la 3 en los años de plomo y capucha, y falleció en un torpe accidente cuando salió a escalar de noche en Bariloche cuando ya habían dejado el poder nominal las cúpulas militares.
Si me referiré a aquellos que, teniendo la edad suficiente para comprender su momento, no se enteraron de nada de lo que pasaba. Por ejemplo, ninguno de los trabajadores del aeropuerto sabía de las celdas en los pasillos subterráneos (decorados con esvásticas), tampoco de cómo eran trasladados los que temeraria o inocentemente pretendían salir por Ezeiza y eran chupados, trasladados en la noche en las camionetas verdes hacía la entrada de la Escuela Hogar Evita, pasaban la guardia y los edificios para tomar un camino interno hacia el CC La 205. Los gritos que proferían los que allí eran trasladados eran escuchados en los pabellones y refieren los ex alumnos que creían que eran fantasmas; los celadores no se enteraron nunca de eso.
Las paredes hablaban de la Triple A y de quienes la encabezaban, los vecinos sabían que había desaparecido un pibe o una familia toda, a muchos les vino bien aquello de que “algo habrán hecho”; lo sabían. La sociedad sabía, no toda. No lo ignoraban la franja de catorce a mil años, por poner una franja etaria. Los chicos eran advertidos de que cosa no se podía hacer, los adolescentes sabían qué no se podía, los jóvenes adultos eran tan víctimas probables como cualquiera que osare reclamar o manifestar su descontento. Mi familia tenía terror cada vez que yo no regresaba al horario de rutina; mis vecinos, mis clientes, mis amigos, decían que “esta brava la cosa”. El miedo se manifestaba en el interior de las familias, y con razón. Pero la sociedad, sí sabía, solo que las paredes oían.
Juan Corradi ("El método de destrucción. El terror en la Argentina"), escribió sobre el “proceso de terror” que originó una “cultura del miedo” combinando sanciones físicas con discursos amedrentadores que implantaron la idea de un “poder escondido” que determinaba la culpabilidad de manera imprevisible. Y ese poder escondido existía. Eran los “buchones”, activos colaboradores motivados por incognitos profundos. Conocí a uno que laboraba en el aeropuerto. Lo comentó casi por descuido o quizás por pavonearse por el poder adquirido ya que era un pobre individuo. Su cuota de poder lo alcanzo denunciando a sus compañeros de trabajo y recibió a cambio el premio de participar en una cacería y recibir dos granadas para usarlas cuando se le diera la orden. Y este infeliz vecino de J. M. Ezeiza, que vivía pegado a nuestra escuela emblema, estaba feliz. No es mérito ni justo dar a conocer su apellido porque ya ha partido y siempre queda la duda si fanfarroneo a su manera, o eran desquiciadamente cierto sus cuentos.
La sociedad sabía, conocía muchos casos. No podían expresarse porque sus vidas y las de sus familiares queridos correrían un destino de muerte; hicieron bien en proteger y protegerse manifestando ignorancia.

Por: Juan Carlos Ramirez Leiva